La espera
Aquel día también había mucha gente en el bar. ¿Es que todos se habían puesto de acuerdo en salir ese día?
En cuanto me vio con los ojos húmedos, Óliver salió de la barra y me abrazó.
- Ven, que te voy a poner un café solo.
Solo, solo, solo, solo. Esa palabra retumbaba en mis oídos como una apisonadora.
Al poco regresó con el café y se sentó a mi lado en la única mesa que quedaba libre. En la barra había una chica, así que supuse que ya se le había acabado a él el turno.
- ¿Qué ocurre? ¿Ha ido mal la sesión?
- No lo sé. No tenía nada preparado, he empezado a emparanoiarme a contar historias y sueños, a enlazarlo todo... Y al final me he puesto histérica reclamando mis resultados y el final de la terapia.
Tengo que ir dentro de una hora a que me digan el veredicto.
Me sentía cansada, exhausta. Tenía ganas de que todo terminara ya, pero de una manera diferente, no sé, que todo terminara pero no para volver al principio.
No quería regresar.
Pensé por un momento en esa opción. ¿Y si no volvía a aquel ascensor? Qué, qué podía ocurrir. Tal vez era esa, realmente, la verdadera salida: Encontrarme con mis amigas, hablar, etc. y punto. Buscar por mí misma la solución, la sociabilidad aquella.
- Óliver, quizá no tenga que volver.
- ¿Volver a dónde?
- A dónde va a ser, Óliver, coño, pareces tonto. Al ascensor.
- ¡Nístrim!
Últimamente le gustaba mucho exclamar mi nombre en plan padre y, de momento, aquel comportamiento le estaba surtiendo efecto. Pero es que... En ese momento era diferente. Aquella mañana era diferente... En realidad toda la semana había sido diferente.
Empezando por mis visitas al Boulevard hasta el inesperado encuentro con él, pasando por el haber conocido a Óliver y mi empeño por cambiar a mis amigas. Mis sueños, mis vicios...
Miré al café. Su aroma me trasladó a unas semanas antes. Vi a Carol, en su habitación, sentada en la cama y con la cabeza baja. Entre sus manos jugueteaba con un diminuto peluche en forma de oso. Parecía preocupada por algo, pero no podía adivinar por qué. Supuse que no sería nada, después de todo Carol siempre dramatizaba con sus problemas, creyendo ser ella la única persona en este mundo que los padecía. Las broncas con sus padres, la falta de concentración, la angustia existencial, pensar alguna vez en el suicidio como válvula de escape, sentirse agobiada de vez en cuando, desquiciarse por cada elección... Su psicóloga le dijo una vez que lo que a ella le ocurría, simplemente, era que no quería crecer. Un síndrome de Peter Pan que no le permitía evolucionar del todo y, al mismo tiempo, unos padres que no se lo permitían, que no le dejaban crecer.
Tras una enorme capa de sentido del humor desmesurado, un intento constante por parecer progresista, una falta de vergüenza casi excesiva frente a mi patológica timidez, se ocultaba una chica insegura y sola, más sola que aquel triste café. Yo me empeñaba en hacerle ver que la vida era más fácil y que no tenía por qué quejarse. Pero ella no dejaba de hacerlo. En clase estoy mal, decía, pero cuando nos encontrábamos con algún compañero suyo en la calle, yo era testigo de una admiración y un cariño enternecedor hacia ella. Creo que a Pablo le gusta Almudena. Normal, está tan buena, pero yo me sentía un fantasma cuando Pablo aparecía. Para él no existía nadie más en el mundo en el momento en que Carol estaba delante y, sin embargo, ella le besaba con los ojos abiertos, pensando que él estaba pensando en los cinco kilos que constituían el cuerpo de Almudena. Ya estaba harta de tanta obsesión con el físico, de tanta innecesaria, absurda y patética obsesión.
- Bua, esta tripa...
- Pero qué dices, Carol, fíjate en la mía. Qué morcilla.
- No te quejes Lucía, que parece mentira que hayas visto la mía.
- Pero tú estás muy delgada, Dafne.
- Sí, pero mira que tripa, y las cartucheras.
- Eso es hueso, y tú estás muy bien. Cartucheras las mías, qué anchas, y como es hueso, pues nada. Mira que muslos.
- No, Carol, mira los míos, estas piernas dan asco.
- Lucía, calla. ¿Qué dices de las tetas?, tú las tienes perfectas.
- Dafne, están gordas, como la tripa, prefiero las tuyas, más separadas.
- Pues anda que yo, que tengo una más grande que la otra.
- Ostia, Carol, es verdad... Pero porque lo has dicho, que si no, no te noto nada, ¿verdad, Dafne?
- Sí, sí. Tú estás muy bien, Carol. No mides uno setenta, pero de cuerpo estás muy bien.
- No, tengo las caderas más estrechas que las cartucheras y eso queda terrible.
- Jo, es que Dafne es tan estrechita...
- Lucía, calla que tú estás muy bien. Que esté delgada no significa que esté buena.
- Jo que no.
- No Carol, no. Para ti, si no son unos esqueletos no están buenas.
- ¡Pues claro que no!
- ¿Tan delgada estoy?
- No lo digo por ti, Dafne, lo digo por esa dichosa Almudena. A mí tu cuerpo me encanta.
- Y a mí el tuyo.
- Pero esta tripa...
Yo, en estas conversaciones, prefería mantenerme al margen. No soportaba verlas así: Carol, obsesionada por una tripa que no veía nadie más que ella, por un desnivel en el pecho del que sólo ella era testigo y acomplejada por unos muslos que, ella decía, estaban demasiado anchos en proporción con el resto del cuerpo. Lucía estaba harta de aquella tripita que no hacía más que darle forma al cuerpo, y por unas tetas de las que, yo sabía, se sentía orgullosa por tenerlas más juntas y grandes que cualquiera de nosotras. Y Dafne, con ese cuerpecito de muñeca que no llegaba a pesar los cincuenta kilos, se quejaba de una graciosa tripita que antecedía a sus pantalones talla treinta y cuatro. Las cuatro estábamos bien según los cánones, por eso me crispaba tanto que se comportaran así... y aunque no lo estuviéramos, ¿en serio era aquello motivo de preocupación? Yo creo que no.
Yo, en soledad, también me miraba en el espejo y deseaba tener más pecho para que mi noventa de cadera no siguiera aparentando ser más ancha de lo que era. Pero me parecía muy egoísta quejarme en público por aquello. Nunca me ha gustado quejarme para que luego me dijeran pero si tú estás muy bien.
Carol envidiaba a Almudena, a sabiendas de que su extrema delgadez radicaba de la anorexia. Almudena no está buena, le repetíamos una y otra vez, está tan delgada que su cuerpo ya no es bonito. Pero era inútil, y ella seguía quejándose de no conseguir más que arcadas cuando se metía los dedos para vomitar. Absurda. Y no era justo que yo la juzgara, yo también había sido tan tonta como ella, pero yo no había llegado a obsesionarme, y temía que Carol sí lo hiciese. Me moriría si a ella le ocurriese algo.
Aquel día, mientras jugueteaba entre sus dedos con aquel diminuto osito de peluche, me dijo que había escrito el día de su muerte y su madre había llorado al leerlo.
Yo nunca llegué a leer aquella carta suicida, o lo que fuese, no quise. Me pareció una chiquillada más entre todas las que hacía. Una llamada de atención sin resultado porque, por más que hubiese llorado, su madre seguiría sin confiar en ella, sin dejarla salir hasta bien entrada la madrugada los sábados por la noche, sin permitirle dormir sola alguna vez en casa. Nada. Era inútil. Con diecisiete años, y hasta que se independizara, los padres de Carol seguirían tratándola como a una niña pequeña a la que hay que proteger constantemente.
Los padres de Lucía se comportaban de manera parecida a los de Carol, pero ella había conseguido madurar a su aire, sin falta de que papá y mamá la hubieran dejado o no.
- Nístrim, ¿Estás aquí? – Me preguntó Óliver. Yo seguía mirando al café, pensando en mis amigas.
- Ah, sí, dime.
- Te decía que si, de verdad, vas a pasar de volver al ascensor.
- No... supongo que sí.
- Nístrim, céntrate, anda.
- Que sí, que tengo que ir. Es que todo esto es tan raro... ¿y si el resultado es negativo? ¿Cuánto tiempo queda? ¿Qué hora es?
- Sólo han pasado unos minutos... Tranquilízate.
Miré por inercia a la puerta del bar y le vi entrar.
- No puede ser ¡otra vez, no!- me puse la mano en la frente y me apoyé en la mesa.
Óliver dirigió también la mirada a la puerta al ver mi reacción y, para colmo de males, dijo:
- Qué pedazo de hombre. ¿Ese es el de anoche? Tía, enhorabuena... Joder, que bueno está, y ese puntito que le da misterio, no sé, parece muy interesante.
- No. No es el de anoche, Óliver.- El hecho de contestarle
me obligó a levantar la cabeza, por lo que él me vio y se acercó a nuestra mesa.
- ¿Qué? – Cada vez más borde. Si seguía así, y en el
hipotético caso de encontrármelo a la noche, acabaría saludándole con un hachazo en la cabeza.
- Nístrim, me ha llamado una tal Lucía que preguntaba por ti.
- ¿Lucía? ¿A ti? ¿Qué quería? – Estaba muy sorprendida.
¿Qué razón tenía para llamarle?
- Me ha dicho que como tú no tienes móvil y no contestabas al teléfono, que a la primera persona que se le ha ocurrido llamar ha sido a mí. No sé ni cómo tenía mi número.- Yo tampoco. Puta manía de registrarme todo el piso cuando vienen... – Total, que me ha dicho que estaban en el hospital, que Carol había sufrido un accidente o algo así.
Este tío es tonto. Es que no me cabía en la cabeza. Carol en el hospital, Lucía utilizando a éste como recadero, que a ver cómo se le ha podido ocurrir a ésta que me iba a encontrar con él, y encima va él y me lo cuenta así, ¡ala! como si fuera un chiste.
- ¿Carol?- Cada vez me estaba poniendo más nerviosa. - ¿Qué... qué le ha ocurrido?
- No lo sé, sólo me ha dicho que fueras cuanto antes al hospital.
- Óliver, tengo que irme. – Le dije mientras cogía el bolso y me levantaba de la silla.
- Pero, Nístrim, ¿Qué pasa con la sesión? – Óliver también se estaba poniendo muy nervioso.
- Óliver, eso es lo que menos importa ahora. Debo ver a Carol.- Yo ya me temía lo peor.
- Si quieres te acompaño.- Dijeron los dos a la vez.
Me sorprendí notablemente, pero estaba demasiado preocupada como para andar con borderías de niña orgullosa.
- Haced lo que queráis.
Aquel día también había mucha gente en el bar. ¿Es que todos se habían puesto de acuerdo en salir ese día?
En cuanto me vio con los ojos húmedos, Óliver salió de la barra y me abrazó.
- Ven, que te voy a poner un café solo.
Solo, solo, solo, solo. Esa palabra retumbaba en mis oídos como una apisonadora.
Al poco regresó con el café y se sentó a mi lado en la única mesa que quedaba libre. En la barra había una chica, así que supuse que ya se le había acabado a él el turno.
- ¿Qué ocurre? ¿Ha ido mal la sesión?
- No lo sé. No tenía nada preparado, he empezado a emparanoiarme a contar historias y sueños, a enlazarlo todo... Y al final me he puesto histérica reclamando mis resultados y el final de la terapia.
Tengo que ir dentro de una hora a que me digan el veredicto.
Me sentía cansada, exhausta. Tenía ganas de que todo terminara ya, pero de una manera diferente, no sé, que todo terminara pero no para volver al principio.
No quería regresar.
Pensé por un momento en esa opción. ¿Y si no volvía a aquel ascensor? Qué, qué podía ocurrir. Tal vez era esa, realmente, la verdadera salida: Encontrarme con mis amigas, hablar, etc. y punto. Buscar por mí misma la solución, la sociabilidad aquella.
- Óliver, quizá no tenga que volver.
- ¿Volver a dónde?
- A dónde va a ser, Óliver, coño, pareces tonto. Al ascensor.
- ¡Nístrim!
Últimamente le gustaba mucho exclamar mi nombre en plan padre y, de momento, aquel comportamiento le estaba surtiendo efecto. Pero es que... En ese momento era diferente. Aquella mañana era diferente... En realidad toda la semana había sido diferente.
Empezando por mis visitas al Boulevard hasta el inesperado encuentro con él, pasando por el haber conocido a Óliver y mi empeño por cambiar a mis amigas. Mis sueños, mis vicios...
Miré al café. Su aroma me trasladó a unas semanas antes. Vi a Carol, en su habitación, sentada en la cama y con la cabeza baja. Entre sus manos jugueteaba con un diminuto peluche en forma de oso. Parecía preocupada por algo, pero no podía adivinar por qué. Supuse que no sería nada, después de todo Carol siempre dramatizaba con sus problemas, creyendo ser ella la única persona en este mundo que los padecía. Las broncas con sus padres, la falta de concentración, la angustia existencial, pensar alguna vez en el suicidio como válvula de escape, sentirse agobiada de vez en cuando, desquiciarse por cada elección... Su psicóloga le dijo una vez que lo que a ella le ocurría, simplemente, era que no quería crecer. Un síndrome de Peter Pan que no le permitía evolucionar del todo y, al mismo tiempo, unos padres que no se lo permitían, que no le dejaban crecer.
Tras una enorme capa de sentido del humor desmesurado, un intento constante por parecer progresista, una falta de vergüenza casi excesiva frente a mi patológica timidez, se ocultaba una chica insegura y sola, más sola que aquel triste café. Yo me empeñaba en hacerle ver que la vida era más fácil y que no tenía por qué quejarse. Pero ella no dejaba de hacerlo. En clase estoy mal, decía, pero cuando nos encontrábamos con algún compañero suyo en la calle, yo era testigo de una admiración y un cariño enternecedor hacia ella. Creo que a Pablo le gusta Almudena. Normal, está tan buena, pero yo me sentía un fantasma cuando Pablo aparecía. Para él no existía nadie más en el mundo en el momento en que Carol estaba delante y, sin embargo, ella le besaba con los ojos abiertos, pensando que él estaba pensando en los cinco kilos que constituían el cuerpo de Almudena. Ya estaba harta de tanta obsesión con el físico, de tanta innecesaria, absurda y patética obsesión.
- Bua, esta tripa...
- Pero qué dices, Carol, fíjate en la mía. Qué morcilla.
- No te quejes Lucía, que parece mentira que hayas visto la mía.
- Pero tú estás muy delgada, Dafne.
- Sí, pero mira que tripa, y las cartucheras.
- Eso es hueso, y tú estás muy bien. Cartucheras las mías, qué anchas, y como es hueso, pues nada. Mira que muslos.
- No, Carol, mira los míos, estas piernas dan asco.
- Lucía, calla. ¿Qué dices de las tetas?, tú las tienes perfectas.
- Dafne, están gordas, como la tripa, prefiero las tuyas, más separadas.
- Pues anda que yo, que tengo una más grande que la otra.
- Ostia, Carol, es verdad... Pero porque lo has dicho, que si no, no te noto nada, ¿verdad, Dafne?
- Sí, sí. Tú estás muy bien, Carol. No mides uno setenta, pero de cuerpo estás muy bien.
- No, tengo las caderas más estrechas que las cartucheras y eso queda terrible.
- Jo, es que Dafne es tan estrechita...
- Lucía, calla que tú estás muy bien. Que esté delgada no significa que esté buena.
- Jo que no.
- No Carol, no. Para ti, si no son unos esqueletos no están buenas.
- ¡Pues claro que no!
- ¿Tan delgada estoy?
- No lo digo por ti, Dafne, lo digo por esa dichosa Almudena. A mí tu cuerpo me encanta.
- Y a mí el tuyo.
- Pero esta tripa...
Yo, en estas conversaciones, prefería mantenerme al margen. No soportaba verlas así: Carol, obsesionada por una tripa que no veía nadie más que ella, por un desnivel en el pecho del que sólo ella era testigo y acomplejada por unos muslos que, ella decía, estaban demasiado anchos en proporción con el resto del cuerpo. Lucía estaba harta de aquella tripita que no hacía más que darle forma al cuerpo, y por unas tetas de las que, yo sabía, se sentía orgullosa por tenerlas más juntas y grandes que cualquiera de nosotras. Y Dafne, con ese cuerpecito de muñeca que no llegaba a pesar los cincuenta kilos, se quejaba de una graciosa tripita que antecedía a sus pantalones talla treinta y cuatro. Las cuatro estábamos bien según los cánones, por eso me crispaba tanto que se comportaran así... y aunque no lo estuviéramos, ¿en serio era aquello motivo de preocupación? Yo creo que no.
Yo, en soledad, también me miraba en el espejo y deseaba tener más pecho para que mi noventa de cadera no siguiera aparentando ser más ancha de lo que era. Pero me parecía muy egoísta quejarme en público por aquello. Nunca me ha gustado quejarme para que luego me dijeran pero si tú estás muy bien.
Carol envidiaba a Almudena, a sabiendas de que su extrema delgadez radicaba de la anorexia. Almudena no está buena, le repetíamos una y otra vez, está tan delgada que su cuerpo ya no es bonito. Pero era inútil, y ella seguía quejándose de no conseguir más que arcadas cuando se metía los dedos para vomitar. Absurda. Y no era justo que yo la juzgara, yo también había sido tan tonta como ella, pero yo no había llegado a obsesionarme, y temía que Carol sí lo hiciese. Me moriría si a ella le ocurriese algo.
Aquel día, mientras jugueteaba entre sus dedos con aquel diminuto osito de peluche, me dijo que había escrito el día de su muerte y su madre había llorado al leerlo.
Yo nunca llegué a leer aquella carta suicida, o lo que fuese, no quise. Me pareció una chiquillada más entre todas las que hacía. Una llamada de atención sin resultado porque, por más que hubiese llorado, su madre seguiría sin confiar en ella, sin dejarla salir hasta bien entrada la madrugada los sábados por la noche, sin permitirle dormir sola alguna vez en casa. Nada. Era inútil. Con diecisiete años, y hasta que se independizara, los padres de Carol seguirían tratándola como a una niña pequeña a la que hay que proteger constantemente.
Los padres de Lucía se comportaban de manera parecida a los de Carol, pero ella había conseguido madurar a su aire, sin falta de que papá y mamá la hubieran dejado o no.
- Nístrim, ¿Estás aquí? – Me preguntó Óliver. Yo seguía mirando al café, pensando en mis amigas.
- Ah, sí, dime.
- Te decía que si, de verdad, vas a pasar de volver al ascensor.
- No... supongo que sí.
- Nístrim, céntrate, anda.
- Que sí, que tengo que ir. Es que todo esto es tan raro... ¿y si el resultado es negativo? ¿Cuánto tiempo queda? ¿Qué hora es?
- Sólo han pasado unos minutos... Tranquilízate.
Miré por inercia a la puerta del bar y le vi entrar.
- No puede ser ¡otra vez, no!- me puse la mano en la frente y me apoyé en la mesa.
Óliver dirigió también la mirada a la puerta al ver mi reacción y, para colmo de males, dijo:
- Qué pedazo de hombre. ¿Ese es el de anoche? Tía, enhorabuena... Joder, que bueno está, y ese puntito que le da misterio, no sé, parece muy interesante.
- No. No es el de anoche, Óliver.- El hecho de contestarle
me obligó a levantar la cabeza, por lo que él me vio y se acercó a nuestra mesa.
- ¿Qué? – Cada vez más borde. Si seguía así, y en el
hipotético caso de encontrármelo a la noche, acabaría saludándole con un hachazo en la cabeza.
- Nístrim, me ha llamado una tal Lucía que preguntaba por ti.
- ¿Lucía? ¿A ti? ¿Qué quería? – Estaba muy sorprendida.
¿Qué razón tenía para llamarle?
- Me ha dicho que como tú no tienes móvil y no contestabas al teléfono, que a la primera persona que se le ha ocurrido llamar ha sido a mí. No sé ni cómo tenía mi número.- Yo tampoco. Puta manía de registrarme todo el piso cuando vienen... – Total, que me ha dicho que estaban en el hospital, que Carol había sufrido un accidente o algo así.
Este tío es tonto. Es que no me cabía en la cabeza. Carol en el hospital, Lucía utilizando a éste como recadero, que a ver cómo se le ha podido ocurrir a ésta que me iba a encontrar con él, y encima va él y me lo cuenta así, ¡ala! como si fuera un chiste.
- ¿Carol?- Cada vez me estaba poniendo más nerviosa. - ¿Qué... qué le ha ocurrido?
- No lo sé, sólo me ha dicho que fueras cuanto antes al hospital.
- Óliver, tengo que irme. – Le dije mientras cogía el bolso y me levantaba de la silla.
- Pero, Nístrim, ¿Qué pasa con la sesión? – Óliver también se estaba poniendo muy nervioso.
- Óliver, eso es lo que menos importa ahora. Debo ver a Carol.- Yo ya me temía lo peor.
- Si quieres te acompaño.- Dijeron los dos a la vez.
Me sorprendí notablemente, pero estaba demasiado preocupada como para andar con borderías de niña orgullosa.
- Haced lo que queráis.
8 cafés:
hoy en la noche entro otra vez a tu blog, y espero darme con la sorpresa de lo que sigue...no por las puras me he soplado toda la manhana perdido en tu blog y a la vez trabajando.. aunque tengo que reconocer que tu jalas a seguir leyendo, asi que no necesito escribir mas.. lo pones?
cada vez m engancha mas esta historia,venga sube el siguiente capitulo q estoy deseando leerlo. No hace falta q t diga q escribes muy bien, ya t lo habran dicho muchas veces, q mas decirte q s t cumplan todos tus deseos!!!!
Q cursi m ha qedado , no?
Mariedianne tu fan numero 2 (xa q no se enfade paula, xo sabes q yo soy la numero 1)
gracias Diana!!! Que sorpresa verte por aquí. Y también a ti, Renato, gracias por aguantarme por las mañanas :) Soy una pesimista en potencia, pero tengo la esperanza de que esta temporada tan gris pasará satisfactoriamente. Malditos preparativos de Navidad...
Hola Adriana, hoy me he caído por tu blog y me he leído los primeros 15 capítulos del tirón. ¿Cuántos hay en total?. Tienes talento escribiendo, me ha enganchado tu historia desde el principio. Me gusta ver que haya gente de 18 años que se dediquen a escribir, mucha gente de nuestra edad no saben escribir una frase entera con sentido y sin faltas de ortografía.
Un saludo. Aquí tienes un nuevo fan.
Muchas gracias, Carlos. No tenía intenciones de decir cuántos son los capítulos que componen la novela entera... Si de verdad te está gustando te animo a seguir dejando comentarios para que yo cuelgue el siguiente capítulo. Tranquilo, ya no quedan muchos :) Un beso, Adriana.
lo mejor de los comentarios es averiguar de que se conoce cada personaje y en que momento aparecio en la historia del blog.
Me ha gustado cuando renato se equivocaba y decia manhana en vez d mañana. Tb cuando hacia intuir su procedencia utilizando la expresion jalar..
No m ha gustado la intervencion d esa anonima llamada mariedianne, poco atrevida. Hace falta mas caña con la autora.
Por ultimo carlos ha hecho una aparicion estelar metiendose con la gente de diociocho años. Ole,ole,ole.Tu prometes espero que no cambies y sigas asi d reivindicativo y criticon.
Bonifacio S. Guay
Se e olvido decir que me gusta tu nobre RENATO. Seguro que eres de mi quinta.Esperemos que sea real. Bien elegido en cualquier caso.
Hasta la proxima
Bonifacio S.Guay
gracias Bonifacio!!! jajajajajaja.. pues si es mi nombre Real aunque debo confesarte que no muchas personas les gusta mi nombre.. pero bueno..
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